Fondation Culturelle
Salvador Pesquera Amaudrut et
Suzanne Barbé Lemenorel

Suzanne Barbé

Suzanne Barbé

Suzanne Marcelle Barbé Lemenorel, una esbelta mujer de tez blanca, cabello castaño claro y finas y elegantes facciones enmarcando sus vivaces ojos azules. Suzanne era la primogénita del matrimonio entre Prosper Joseph Victor Barbé y Marie Pascaline Lemenorel. Había nacido el 25 de junio de 1921 en la localidad de Le Gast ubicada en Calvados, departamento creado a finales del siglo XVIII, apenas unos meses después del estallido de la Revolución Francesa con la toma de la fortaleza medieval de la Bastilla, en París. La pequeña Suzanne vivió luego en Villedieu-Les-Poêles, localidad predominantemente rural inscrita en la jurisdicción de la Mancha y que es reconocida, entre otras cosas, por ser en sus talleres de fundición de metal donde se fabricaron las campanas de la iglesia de Notre Dame de París, y también por estar cerca de uno de los puntos del desembarco estadounidense del Día D, específicamente la llamada playa Omaha, en la costa norte de Francia, frente al canal de la Mancha.

En la imaginación de muchos podría suponerse que ambos eran encantadores entornos para el desarrollo de una vida: su clima, la calidez de su gente, el pequeño río Senne que humedecía sus tierras y verdosas praderas, el habitual martilleo de los talleres de latonería y fumistería a los cuales la población estaba plenamente acostumbrada; sus iglesias siempre concurridas dada la profunda feligresía de familias enteras; su historia de más de diez siglos que cruza desde luego con lo más importante acontecido en la nación gala desde la época de las Cruzadas, la Edad Media, el Renacimiento, la Ilustración, el Enciclopedismo, el Siglo de las Luces… hasta llegar a los tiempos de centelleante progreso industrial y tecnológico de los dos siglos anteriores.

Sin embargo, las fatídicas guerras que enmarcaron su infancia y juventud fue también la tragedia de Pirou-Sur-Mer, el pueblo adonde igualmente llegó a ir de vacaciones siendo muy joven y que fue parcialmente arrasado durante la Segunda Guerra Mundial, orillando a los pocos pobladores que quedaron a emprender el éxodo. Carencias, penurias, enfermedades y duelo fueron entonces parte de lo cotidiano en la región normanda y la familia de Suzanne no pudo hacerse de un panorama más próspero o por lo menos digno, al igual que millones de conciudadanos suyos. Entre sus parientes cercanos y lejanos, más de dos decenas terminarían perdiendo la vida, por lo que el resto bien puede considerarse sobreviviente de una de las épocas más crudas en la historia de la República Francesa.

En el núcleo familiar, la tragedia no tardó en cernirse sobre las vidas de Suzanne y de su hermana menor, Cécile, cuando fueron notificadas de la muerte de su padre a causa de la tuberculosis. El trabajo en el que entonces Prosper Joseph Victor laboraba, como escultor de altares y lápidas de mármol y granito en los cementerios de Normandía y otros camposantos e incluso en la Basílica de Lisieux, lo tenía permanentemente expuesto a torrenciales lluvias, entre otras inclemencias del tiempo, aunado a que en esos años la atención médica era escasa o, estaba en crisis; pero, pese a todo, Prosper trabajaba muy duro todos los días para obtener ingresos. Así, la muerte de su mentor se sumaba a la de su madre, ocurrida a los ocho años.

Para cuando esto pasó, Suzanne tenía escasos quince años de edad y una vida cuyas fatídicas experiencias fortalecieron su alma y espíritu, a la vez que la orillaron a madurar mucho más rápido. Fue así también como la vida adulta comenzó más temprano, durante el tránsito de su pubertad a la adolescencia. Primero, tras la pérdida de su padre ella y Cécile llegaron con su tía Rivière, hermana de Prosper, intentando quedarse a vivir con ella. De inmediato la tía vendió todos los bienes y enseres que pudo de su hermano y luego quiso enviarlas a un orfanato, pero Suzanne rogó que no la separaran de Cécile, entonces pequeña, a lo que la tía accedió, pero con la condición de que Suzanne consiguiera trabajo de inmediato mientras su hermana menor quedaba a su cargo.

Suzanne entró a trabajar en un almacén y tienda de telas donde las tareas eran diversas y no menos pesadas: desde lavar pisos, fregándolos de rodillas, hasta colaborar en el ordenamiento de la mercancía, que solía ser pesada. Con el tiempo y gracias a su disposición, constancia y estricta disciplina fue ascendiendo, hasta convertirse en la encargada del lugar.

Al inicio de la Segunda Guerra Mundial (1939) una crítica peritonitis, un padecimiento que por lo general se presenta de súbito, la postró frente a la muerte a sus dieciocho años. En la tienda de telas, desafortunadamente, no creyeron en ella cuando les anunció de su malestar, pero por fortuna tuvo la lucidez y la fortaleza para atenderse.

La estricta vida conventual en aquel norte francés hizo de la intervención quirúrgica de Suzanne un escalofriante acto de sufrimiento que ella enfrentó con extraordinaria valentía. Y es que los médicos que la atendieron, únicamente le aplicaron abundante hielo en el estómago y le dieron un trapo a morder, ya que no habría anestesia. Así fue que, una vez más, la joven Suzanne pudo considerarse una sobreviviente, pues sabido es que esta enfermedad suele cobrar vidas o dejar permanentes secuelas, incluso hasta nuestros días y pese a los avances tecnológicos en el campo de la medicina. Sin duda que el sufrimiento hasta entonces vivido en incontables experiencias de vida seguían haciendo de Suzanne una mujer cada vez más fuerte.

Tras recuperarse y al cabo de un tiempo, quizá también cansada de las condiciones en las que vivía desde su llegada, como el dormir en un cuartito de servicio de tres por tres o ingerir alimentos de mala calidad, al punto de preferir comer las sobras que le daban en un restaurante contiguo, Suzanne decidió viajar a París, donde logró emplearse en una de las propiedades de la acaudalada familia Taittinger, con la cual permaneció hasta fines de la década de los cuarenta. Esta familia es conocida mundialmente por ser poseedora del castillo de la Marquetterie, una pequeña joya arquitectónica situada en el corazón de la Champagne vitícola, en la región del Gran Este de Francia, donde comenzó a producirse una de las champañas más finas del mundo que hasta nuestros días se mantiene vigente.

Para Suzanne, el nuevo empleo como ama de llaves al servicio de la familia Taittinger trastocaría su vida para siempre. Si bien no terminaron los eventos desafortunados tanto en lo personal como en lo colectivo, estar con ellos le significó prósperos años llenos de aprendizaje, buenas relaciones y crecimiento. Y es que para darnos una idea de adónde había llegado la joven Suzanne, basta reconocer someramente la dimensión e importancia de esta familia, que para cuando ella se incorporó al cuerpo de servicio no había pasado ni una década desde que Pierre-Charles Taittinger y su cuñado Paul Evêque comenzaron una de las empresas de champaña más prósperas del orbe cuando adquirieron en 1932 el castillo de la Marquetterie y dos años después la antigua casa Forest-Fourneaux que consagrarían como bodega, también en Champagne. Hoy las viñas de esta localidad son parte del Patrimonio de la Humanidad, así como las cavas de más de dos mil años de la casa Taittinger.

La historia había comenzado en 1915 cuando Pierre, siendo un joven oficial de caballería, fue enviado a servir bajo las órdenes del general Castelnau, quien había establecido su cuartel en el castillo de la Marquetterie. Quizá desde que llegó, el joven Pierre-Charles se enamoró del lugar; y pese a que probablemente las tareas castrenses ocupaban su mente, pues eran los cruentos años de la Gran Guerra, es probable que haya conocido algunos de los secretos del lugar, como que en siglos anteriores fue un lujoso sitio en el que se reunían filósofos y hombres de letras del Siglo de las Luces, y sobre todo que el hermano Oudart y Pierre Pérignon, monjes benedictinos, descubrieron en la región, a finales del siglo XVII, algunos secretos de la fermentación de la champaña, iniciando una gran tradición que en breve llevaría a la fundación, entre 1201 y 1253, de los viñedos que siglos después pasarían a manos de los Taitinger.

Aunado a lo anterior, Pierre-Charles Taittinger también amaba la alta cocina francesa. Fue así que con su comprensión y visión en esta área desarrolló el estilo de la Champagne de la Casa Taittinger. Por otra parte, aunque en la década en la que decidieron emprender su negocio las condiciones en Francia y Europa no eran las mejores por el difícil ambiente del periodo entreguerras, recudrecido luego por el inicio de la Segunda Guerra Mundial y la ya mencionada ocupación alemana de Francia, persistieron en ello y es por eso que, quizá con un personal más limitado que se preparó para incursionar en diversas tareas y formarse en otras, Suzanne, desde su empleo como ama de llaves, robusteció su conocimiento en la alta cocina francesa, el protocolo de servicio más sofisticado y las cualidades para ser un anfitrión de gran envergadura.

Ser ama de llaves, además, era un cargo de prestigio dentro del esquema laboral doméstico requerido por la aristocracia. Palacios, castillos, palacetes, mansiones y otros recintos del tipo encontraban en ella a una empleada de confianza que llegaba a ocupar el título de señora de la casa ante la ausencia de sus patrones, sin importar el tiempo que demoraran en volver. A su cargo solían quedar un grupo numeroso de empleados que lo mismo recibían sanciones e incentivos de parte suya. Entre sus funciones, solían estar la administración, el gobierno económico y la supervisión de las hoy llamadas empleadas domésticas, jardineros, chóferes, cocineros —a veces—, institutrices, entre otros. Por todo ello, solía ser la única persona que se mantenía a disposición de los patrones a toda hora dentro de la residencia; también era quien estaba más cerca de su intimidad.

No era fácil alcanzar el rango de ama de llaves; incluso las aspirantes, por lo general jóvenes, comenzaban como doncellas y pasaban por años de riguroso adiestramiento dentro de un esquema ampliamamente jerarquizado y ante el cual se pensaría que tardarían bastantes años en alcanzar la cima. Para ascender, no bastaba con que supieran limpiar o sacudir el polvo de forma excelente; debían cultivar sus modales, leer y tener convicciones morales tan firmes como las de sus patrones. Asimismo, la fidelidad debía se una de sus mayores y más importantes virtudes, pues trabajarían muy cerca de los dueños, de quienes imitaban su escala de valores, comportamiento en la vida y temperamento ante situaciones que exigían las más estrictas actitudes diplomáticas.

Suzanne no participó de todo ello, seguramente por el difícil ambiente de Francia, pero desde el principio supo y pudo ganarse la confianza de los Taittinger, que la eligieron para desempeñar tan importante cargo. A la distancia, es posible imaginar la titánica tarea que debía cumplir Suzanne, así como las notables experencias adquiridas que años después pondría en práctica en su segunda patria, México. Por ejemplo, desde que comenzaba el día, seguramente informaba a los Taittinger sobre la jornada y cómo sería organizada; si en la casa habría invitados, quizá se reunía con la patrona y con la cocinera para definir el menú y el protocolo del servicio; si habría huéspedes que pasarían una noche o todo el fin de semana en la propiedad, supervisaba que las doncellas hicieran perfectamente las camas, les abría los clósets para entregarles el número exacto de almohadas, sábanas
o toallas.

Este fino y arduo trabajo que por lo general le consumían muchas horas durante toda la semana, Suzanne lo afrontó con gran esfuerzo y tenacidad. Por ello le rindió los frutos necesarios para que tuviera algo de estabilidad económica y, derivado de ello, la oportunidad de rentar un cuarto en el 100 de avenue Kléber, donde su futuro esposo, Salvador Pesquera, tendría su taller. Su alma, corazón a prueba de todo y aura especial seguramente no pasaron desapercibidos para el sensible artista que era Salvador, y por eso tal vez los futuros paseos en la Plaza del Trocadero y demás calles del distrito XVI parisino fueron provechosos para ambos. También pudo ser posible que las experiencias de vida semejantes, imbuidas en un profundo sufrimiento, así como los conocimientos, intereses, gustos e ilusiones, fueran parte de esa vida común que ambos vislumbraron.

Después del fin de la guerra en 1945 con la caída de Berlín por las tropas aliadas el 8 de mayo y la rendición de Japón el 15 de agosto tras la caída de las bombas atómicas americanas los días 6 y 9 anteriores, las cosas poco a poco comenzaron a afianzarse en París, en el resto de Francia y en general en Europa. Para Suzanne y Salvador, las decisiones que los perfilarían como una pareja que consolidaría su historia juntos también comenzaron a materializarse, así como también la idea de formar una familia. Para ello, es probable que Suzanne se sintiera respaldada en sus decisiones de vida y por supuesto cobijada luego de sus extenuantes jornadas laborales al servicio de los Taittinger.

Por su parte, ella atestiguó cómo Salvador trataba a sus clientes, cómo deslizaba sus manos sobre las finas maderas y telas; cómo maniobraba hábilmente con su herramienta hasta generar los acabados de una nueva creación o restaurar algún magnífico ejemplar de otro siglo, del que con certeza escuchó cautivada la historia que Salvador pudo contarle, como cuando reparó el marco de La Gioconda de Leonardo da Vinci o algunos ejemplares de L’Hermitage, el colosal recinto ruso. De igual forma, quizá opinó sobre las plantas que su amado dibujaba, pues a partir del 1 de marzo de 1946, cuando se casaron, la jornada de cada día pudo ser más larga y mucho más entrañable y acusioso lo compartido.

Por eso es también probable que contribuyera con su apoyo y compañía a su amado cuando este tramitó su naturalización, la cual obtuvo el 30 de agosto de 1947, a razón de haber combatido en la guerra, según consta en el Diario Oficial de la República Francesa, que a la letra exponía:

“El presidente del Consejo de Ministros, relativa al informe de la salud pública y la población. Artículo 1. Son franceses por aplicación del artículo 60 y 62 de la nación francesa: Leyes y Decretos, 7 de septiembre de 1947. Año setenta y nueve – Nº 211: 4 francos/ Pág. 8943: “Pesquera (Salvador Lázaro) ebanista nació el 17 diciembre 1918 en Mixcoac (México), con domicilio en París./ Decreto de Naturalización y Reintegración desde el 30 de agosto de 1947/ (esp. N.º 11476X46)”.

Suzanne debió también abrazarlo cuando no pudo obtener su pensión militar, pese a haber sido herido de guerra con múltiples fracturas en la columna y pérdida de un pulmón como miembro de los contingentes emanados de la prestigiosa Legión Extranjera que participaron en las escaramuzas de 1940, cuando los nazis intentaron apoderarse por primera y única vez del territorio francés al comienzo de la guerra. Por esto y más, fue desde esos primeros años juntos la compañera perfecta, poseedora, como él, de grandes cualidades: seriedad, tenacidad, organización, fidelidad, honestidad, con una muy alta calidad humana, compartiendo con entereza y humildad, siendo una gran dama incluso en los más crudos e intempestivos momentos. Por esto, puede advertirse que desde el principio cuidaron desinteresadamente el uno del otro, interesados a la vez en echar hondas raíces.

Los primeros meses de 1948 serían entonces el tiempo para afinar los últimos detalles de su aventura a suelo mexicano, un mundo que para ambos era desconocido pero que habían elegido como el destino en el que pasarían el resto de sus vidas. Pese a que Salvador había nacido en la Ciudad de México, se había embarcado a Francia junto a su madre siendo aún muy pequeño, por lo que los recuerdos estaban prácticamente borrados de su memoria. Ninguno sabía si estarían a salvo o si sería un comienzo estable o trastabillante; tampoco hablaban el idioma, y si acaso algo de este conocían, difícilmente les alcanzaba para sostener una conversación. Tampoco tenían un capital abultado. Contaban solamente con su fidelidad y la confianza, gracias a su fortaleza, de que prosperarían. Eran gente de trabajo y eso parecía bastarles.

Una vez a bordo del camarote B-28 del S.S. Washington, Suzanne y Salvador, que además esperaban a su primogénito, echaron una última mirada a la costa europea antes de partir con rumbo a Nueva York, para de ahí viajar a la capital de México. De inmediato se instalaron en en una casa de huéspedes de la colonia Anzures, en la calle de Víctor Hugo, y Salvador empezó a trabajar inmediatamente, a las ocho de la mañana de ese mismo día. Había traído su caja de herramientas, sus manos y su experiencia. Suzanne quizá sabía también que su experiencia le serviría para contribuir a ese primer contacto de los suyos en este nuevo andar. Salvador era un gran hombre, excepcional, de gran genio y muy activo y que, a pesar de no dominar el español, consiguió un trabajo, quizá de ebanista y carpintero, para empezar a mantener a su joven familia.

En algún momento Suzanne tuvo que persuadir a Salvador de renunciar a los sueños compartidos, pues en algún momento le propuso a ella que regresaran. Quizá se abrumó cuando se percató que el dinero que ganaban los ebanistas en México era muy diferente a lo que recibían en Europa. Suzanne, vehemente y decidida como siempre fue, lo persuadió de quedarse. Dos meses después, el 8 de mayo y mientras seguían viviendo en Víctor Hugo, nació Daniel Salvador Théophile, su primer hijo. Al año siguiente, el 22 de agosto, nació el segundo y último hijo: Jean Claude. En este momento su domicilio estaba ya en Río Po 81, en la actual colonia Cuauhtémoc.

Poco a poco comenzaron a tratar con gente de mucho dinero, de la alta sociedad; él con su toque de diplomático francés; ella, con su trato sofisticado perfeccionado sobre todo durante sus años como ama de llaves de los Taittinger. Pese al incierto comienzo en México, pronto entrañaron la convicción de meterse poco a poco en la sociedad, tratar de vender sus productos, que gustaran, desarrollando además una tendencia entre las familias adineradas de la capital mexicana. Poco a poco fueron adquiriendo algunas máquinas y contratando personal que apoyara el trabajo. Finalmente, con su carisma y buen trato, se convirtieron también en grandes vendedores, aunque también en buenos vecinos, queridos por la comunidad e incluso por la colonia francesa que ya había fincado sólidas raíces.